Física y Química

Tras mi dura jornada laboral, suelo “descansar” y aprovechar mi “tiempo libre” impartiendo clases particulares de física, química, matemáticas o aquello que se tercie (japonés aun no, pero todo se andará), porque como todo el mundo sabe, la vida está muy achuchá.

En todos estos años me he encontrado de todo: niños a los que hay que clavar los pies al suelo como a Jesucristo para que se estén quietos, vacilillas (los que más me desquician) que creen que saben más que una, hormonales que no hacen más que fijarse en las protuberancias de mi jersey en vez de centrarse en los conjuntos vacíos (como sus cabezas), empanaos que por más que les expliques no entienden nada y luego, un grupo muy reducido, niños encantadores por los que sigue mereciendo la pena dedicarse a esto.

De entre los que me han tocado en suerte este año, hay un muchacho muy particular. El susodicho tendrá como unos dieciséis años, la cara llena de granos y una timidez que invade todos los poros de la piel, granos incluidos. En cuanto entro en su habitación se pone colorado como un tomate y es incapaz de que levante la vista del suelo, y eso ahora que lo pienso, no me había pasado nunca, en ninguna habitación, con ningún chico….. pero bueno, esa es otra historia que no viene ahora al caso. La historia es que el pobre está muy perdido en matemáticas, ya que tiene pendiente esa asignatura desde la guardería, y estoy intentando cimentarle una buena base para que algún día, no muy próximo, pueda estar al nivel de los muchachos de su edad. Y otra cosa no, pero el tío se lo curra. Que le pongo un millón de deberes para el fin de semana, el lunes los tiene todos hechos, mal, pero hechos. Que a mí se me cruzan los cables y decido torturarle durante la semana santa, obligándole a que cuente todos los pasos de procesión rezando un padre nuestro a la vez que resuelve quince millones de ecuaciones, el pobre, al lunes siguiente, me da las ecuaciones y un resumen con todas las procesiones de su pueblo, número de asistentes y pasos dado por cada uno (los cuales no voy a comprobar si mal o bien). Y claro, a mí con estos esfuerzos se me ablanda el corazoncito. Ayer, después de desmontar con rojo todo lo que había hecho, el chiquillo bajó la mirada al suelo y me dijo: “Ya sé que voy muy mal, pero es que nunca he entendido nada y cada curso entendía menos que en el anterior, y claro, cada año me deprimía más, porque yo quiero estudiar una carrera y sin matemáticas sé que no puedo hacer nada, y ya estaba pensando en tirar la toalla, en no ir a la universidad, en buscarme un trabajo y dejar las matemáticas de un lado, pero desde que me das clases veo que entiendo las cosas, luego me equivoco y lo hago mal, pero entiendo donde me he equivocado, y si sigo trabajando puede que algún día lo haga bien, y eso me da esperanzas para no tirar la toalla, porque ¿tú crees que lo conseguiré y podré ir a la universidad?”…… El alma a los pies se me cayó. Y claro, yo pensaba: “Chavalín, tienes una laguna matemática de fliparlo, andas años luz respecto al curso en el que estás, si conseguimos que apruebes (tras una tortura intensiva de problemas) las vas a pasar canutas en la universidad, donde pasarás seis años, como mínimo, puteado, para luego, cuando termines, no encontrar trabajo de lo tuyo, y entonces, solo entonces y no antes, te darás cuenta que más te hubiera valido hacer un módulo y trabajar ganando una pasta a los dos años de terminar el instituto…”. Pero sin embargo, solo pude decir: “No te preocupes, con tu ilusión y tus ganas de trabajo podrás conseguirlo si realmente lo quieres. Solo hay que proponérselo y echarle cojones, así que ánimo y nada de deprimirse”…… Porque ¿quien soy yo para destruir las ilusiones de nadie?